Discurso de SS Benedicto XVI
A
los Obispos de EE.UU
Con
ocasión de su viaje apostólico a los Estados Unidos de América
16/04/2008
Queridos
Hermanos Obispos:
Grande
es mi alegría al saludaros hoy, al principio de mi visita en este País, a la vez
que doy las gracias al Cardenal George por las amables palabras que me ha
dirigido en nombre vuestro. Deseo agradecer a cada uno de vosotros,
especialmente a los Oficiales de la Conferencia Episcopal,
el intenso trabajo que habéis afrontado para la preparación de este viaje.
Expreso también mi reconocimiento al personal y a los voluntarios del Santuario
Nacional, los cuales nos han acogido aquí esta tarde. Los católicos de América
son conocidos por su afecto leal a la Sede de Pedro. Mi visita pastoral aquí
es una ocasión para reforzar ulteriormente los vínculos de comunión que nos
unen. Hemos iniciado con la celebración de la Oración de la Tarde en esta Basílica dedicada a
la Inmaculada
Concepción de la Santísima Virgen María,
santuario de especial significado para los católicos americanos, justo en el
corazón de vuestra Capital. Unidos en oración con María, Madre de Jesús,
encomendamos amorosamente a nuestro Padre celestial al Pueblo de Dios de cada
región de Estados Unidos.
Para
las comunidades católicas de Boston, Nueva York, Filadelfia y Louisville, éste
es un año de celebraciones particulares, puesto que marca el bicentenario de la
erección de estas Iglesias como Diócesis. Me uno a vosotros en la acción de
gracias por los muchos dones celestiales concedidos a la Iglesia en estos lugares a lo largo
de dos siglos. Puesto que el presente año marca también el bicentenario de la
erección de la sede fundadora, Baltimore, como arquidiócesis, esto me ofrece la
oportunidad de recordar con admiración y gratitud la vida y el ministerio de
John Carroll, primer Obispo de Baltimore y digno pastor de la comunidad católica
en vuestra Nación, independiente desde hacía poco. Sus incansables esfuerzos por
difundir el Evangelio en el vasto territorio encomendado a su cuidado pastoral
pusieron las bases de la vida eclesial en vuestro País y permitieron a
la Iglesia en
América crecer hacia su madurez. Hoy la comunidad católica que servís es una de
las más vastas del mundo y una de los más influyentes. Cuán importante es, pues,
procurar que vuestra luz brille ante vuestros conciudadanos y en el mundo “para
que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el
cielo” (Mt 5, 16).
Muchas
personas, entre las cuales John Carroll y sus hermanos Obispos que ejercieron el
ministerio hace dos siglos, llegaron desde lejanas tierras. La diversidad de sus
orígenes está reflejada en la rica variedad de la vida eclesial de
la América
actual. Queridos Hermanos Obispos, deseo animaros, así como a vuestras
comunidades, a seguir acogiendo a los inmigrantes que se unen hoy a vuestras
filas, compartir sus alegrías y esperanzas, acompañarlos en sus sufrimientos y
pruebas, y ayudarlos a prosperar en su nueva casa. Esto, por otra parte, es lo
que hicieron vuestros conciudadanos durante generaciones. Ya desde el principio,
ellos abrieron las puertas a los desanimados, a los pobres, a las “masas que se
agolparon anhelando respirar libertad” (cf. Soneto grabado en la Estatua de la Libertad). Éstas
fueron las personas que formaron América.
Entre
quienes vinieron aquí para construirse una nueva vida, muchos fueron capaces de
hacer buen uso de los recursos y de las oportunidades que encontraron, y
alcanzar un alto nivel de prosperidad. En verdad, los ciudadanos de este País
son conocidos por su gran vitalidad y creatividad. Son conocidos incluso por su
generosidad. Después del ataque a las Torres Gemelas, en septiembre del 2001, y
también después del huracán Katrina en el 2005, los americanos han mostrado su
disponibilidad en ayudar a sus hermanos y hermanas necesitados. A nivel
internacional, la contribución ofrecida por el pueblo de América a las
operaciones de socorro y salvamento después del tsunami de diciembre del 2004 es
una nueva muestra de esta compasión. Permitidme que exprese un particular
reconocimiento por las innumerables formas de asistencia humanitaria ofrecidas
por los católicos americanos a través de las Cáritas católicas y de otras
agencias. Su generosidad ha dado sus frutos en la atención a los pobres y
necesitados, como también en la energía manifestada en la construcción de la red
nacional de parroquias católicas, hospitales, escuelas y universidades. Todo eso
constituye un sólido motivo para dar gracias.
América
es también una tierra de gran fe. Vuestra gente es bien conocida por el fervor
religioso y está orgullosa de pertenecer a una comunidad orante. Tiene confianza
en Dios y no duda en introducir en los discursos públicos argumentos morales
basados en la fe bíblica. El respeto por la libertad de religión está
profundamente arraigado en la conciencia americana, un dato que de hecho ha
favorecido que este País atrajera generaciones de inmigrantes a la búsqueda de
una casa donde poder dar libremente culto a Dios según las propias convicciones
religiosas.
En
este contexto me es grato poner de relieve la presencia entre vosotros de
Obispos de todas las venerables Iglesias orientales en comunión con el Sucesor
de Pedro: os saludo con especial alegría. Queridos Hermanos, os pido que
comuniquéis a vuestras comunidades mi profundo afecto y la oración incesante,
tanto por ellas como también por tantos hermanos y hermanas que han quedado en
su tierra de origen. Vuestra presencia en este País recuerda el valiente
testimonio por Cristo de numerosos miembros de vuestras comunidades que a menudo
sufren en su propia Patria. Esto es también una gran riqueza para la vida
eclesial en América, ya que ofrece una vigorosa expresión de la catolicidad de
la Iglesia y
de la variedad de sus tradiciones litúrgicas y espirituales.
En
esta fértil tierra, alimentada por tan numerosos y diferentes manantiales, es
donde vosotros, queridos Obispos, estáis llamados hoy a esparcir la semilla del
Evangelio. Esto me lleva a preguntarme ¿cómo, en el siglo veintiuno, puede un
Obispo cumplir del mejor modo posible el llamado a “renovarlo todo en Cristo,
nuestra esperanza”? ¿Cómo puede guiar a su pueblo al “encuentro con el Dios
vivo”, fuente de aquella esperanza que transforma la vida de la que habla el
Evangelio? (cf. Spe
salvi,
4). Quizás necesita derribar ante todo algunas barreras que impiden este
encuentro. Si bien es verdad que este País está marcado por un auténtico
espíritu religioso, la sutil influencia del laicismo puede indicar sin embargo
el modo en el que las personas permiten que la fe influya en sus propios
comportamientos. ¿Es acaso coherente profesar nuestra fe el domingo en el templo
y luego, durante la semana, dedicarse a negocios o promover intervenciones
médicas contrarias a esta fe? ¿Es quizás coherente para católicos practicantes
ignorar o explotar a los pobres y marginados, promover comportamientos sexuales
contrarios a la enseñanza moral católica, o adoptar posiciones que contradicen
el derecho a la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte
natural? Es necesario resistir a toda tendencia que considere la religión como
un hecho privado. Sólo cuando la fe impregna cada aspecto de la vida, los
cristianos se abren verdaderamente a la fuerza transformadora del Evangelio.
Para
una sociedad rica, un nuevo obstáculo para un encuentro con el Dios vivo está en
la sutil influencia del materialismo, que por desgracia puede centrar muy
fácilmente la atención sobre el “cien veces más” prometido por Dios en esta
vida, a cambio de la vida eterna que promete para el futuro (Mc 10,30).
Las personas necesitan hoy ser llamadas de nuevo al objetivo último de su
existencia. Necesitan reconocer que en su interior hay una profunda sed de Dios.
Necesitan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es
fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la
técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir
con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una
ilusión. Sin Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solos no podemos
alcanzar (cf. Spe
salvi,
31), nuestras vidas están realmente vacías. Las personas necesitan ser llamadas
continuamente a cultivar una relación con Cristo, que ha venido para que
tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La meta de toda nuestra
actividad pastoral y catequética, el objeto de nuestra predicación, el centro
mismo de nuestro ministerio sacramental ha de ser ayudar a las personas a
establecer y alimentar semejante relación vital con “Jesucristo nuestra
esperanza” (1 Tm 1,1).
En
una sociedad que da mucho valor a la libertad personal y a la autonomía es fácil
perder de vista nuestra dependencia de los demás, como también la
responsabilidad que tenemos en las relaciones con ellos. Esta acentuación del
individualismo ha influenciado incluso a la Iglesia (cf. Spe
salvi,
13-15), dando origen a una forma de piedad que a veces subraya nuestra relación
privada con Dios en detrimento del llamado a ser miembros de una comunidad
redimida. Sin embargo, ya desde el principio, Dios vio que “no es bueno que el
hombre esté solo” (Gn 2,18). Hemos sido creados como seres sociales que
se realizan solamente en el amor a Dios y al prójimo. Si queremos tener
verdaderamente fija la mirada hacia Él, fuente de nuestra alegría, tenemos que
hacerlo como miembros del Pueblo de Dios (cf. Spe
salvi,
14). Si pareciera que esto va en contra de la cultura actual, sería
sencillamente una nueva prueba de la urgente necesidad de una renovada
evangelización de la cultura.
Aquí
en América habéis sido bendecidos con un laicado católico de considerable
variedad cultural, que dedica sus propios y multiformes talentos al servicio de
la Iglesia y
de la sociedad en general. Este laicado mira hacia vosotros para recibir
estímulo, guía y orientación. En una época saturada de informaciones, la
importancia de ofrecer una sólida formación de la fe no corre el riesgo de ser
sobrevalorada. Los católicos americanos han reconocido, por tradición, un alto
valor a la educación religiosa, tanto en las escuelas como en el conjunto de los
programas de formación para adultos: conviene mantenerlo y difundirlo. Los
numerosos hombres y mujeres que se dedican generosamente a las obras caritativas
han de ser ayudados a renovar su compromiso mediante una “formación del
corazón”: un “encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra
su espíritu al otro” (Deus
caritas est,
31). En una época en que el progreso de las ciencias médicas lleva nueva
esperanza a muchos, pueden darse desafíos éticos impensables anteriormente. Esto
hace que sea más importante que nunca asegurar una sólida formación en las
enseñanzas morales de la
Iglesia para aquellos católicos que trabajan en el ámbito de la
salud. Es necesaria una sabia guía en todos estos campos de apostolado para que
puedan producir frutos abundantes. Si de verdad quieren promover el bien
integral de la persona, ellos mismos han de renovarse en Cristo nuestra
esperanza.
Como
anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, vosotros estáis
llamados también a participar en el intercambio de ideas en la esfera pública,
para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas. En un contexto en el que
se aprecia la libertad de palabra y se anima un debate firme y honesto, se
respeta vuestra voz que tiene mucho que ofrecer a la discusión sobre las
cuestiones sociales y morales de la actualidad. Al promover que el Evangelio sea
escuchado de modo claro, no solamente formáis a las personas de vuestra
comunidad, sino que, en el ámbito de la más vasta platea de la comunicación de
masas, ayudáis a difundir el mensaje de la esperanza cristiana en todo el mundo.
Está
claro que la influencia de la
Iglesia en el público debate se realiza a niveles muy
diferentes. En Estados Unidos, como en otras partes, hay actualmente muchas
leyes ya en vigor o en discusión que suscitan preocupación desde el punto de
vista de la moralidad, y la comunidad católica, bajo vuestra guía, debe ofrecer
un testimonio claro y unitario sobre estas materias. No obstante, es más
importante aún la apertura gradual de las mentes y de los corazones de la
comunidad más amplia a la verdad moral: aquí hay todavía mucho por hacer. En
este ámbito es crucial el papel de los fieles laicos para actuar como “levadura”
en la sociedad. Sin embargo, no se debe dar por supuesto que todos los
ciudadanos católicos piensen de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia sobre las
cuestiones éticas fundamentales de hoy. Una vez más es vuestro deber procurar
que la formación moral ofrecida a cada nivel de la vida eclesial refleje la
auténtica enseñanza del Evangelio de la vida.
A
este respecto, un tema de profunda preocupación para todos nosotros es la
situación de la familia dentro de la sociedad. Es verdad: el Cardenal George ha
recordado antes cómo vosotros habéis fijado la consolidación del matrimonio y de
la vida familiar entre las prioridades de vuestra atención pastoral en los
próximos años. En el Mensaje de este año para la
Jornada
Mundial
de la Paz, he hablado de la contribución esencial que una vida
familiar sana ofrece a la paz en y entre las Naciones. En el hogar familiar se
experimentan “algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor
entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los
padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños,
ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la
disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo” (n.
3). La familia, además, es el lugar primario de la evangelización, en la
transmisión de la fe, ayudando a los jóvenes a apreciar la importancia de la
práctica religiosa y la observancia del domingo. ¿Cómo no sentirse
desconcertados al observar la rápida decadencia de la familia como elemento
básico de la
Iglesia y de la sociedad? El divorcio y la infidelidad están
aumentando, y muchos jóvenes hombres y mujeres deciden retrasar la boda o
incluso evitarla completamente. Algunos jóvenes católicos consideran el vínculo
sacramental del matrimonio poco distinto de una unión civil, o lo entienden
incluso como un simple acuerdo para vivir con otra persona de modo informal y
sin estabilidad. Como consecuencia se percibe una alarmante disminución de bodas
católicas en Estados Unidos, junto con un aumento de convivencias en las que
está simplemente ausente la recíproca autodonación de los novios a la manera de
Cristo, mediante el sello de una promesa pública de vivir las exigencias de un
compromiso indisoluble para toda la existencia. En esas circunstancias se les
niega a los hijos el ambiente seguro que necesitan para crecer como seres
humanos, e incluso se niegan a la sociedad aquellos pilares estables que son
necesarios si se quiere mantener la cohesión y el centro moral de la comunidad.
Como
enseñó mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, “el primer responsable de la
pastoral familiar en la diócesis es el obispo… que debe dedicar interés,
atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias
y a cuantos le ayudan en el pastoral de la familia” (Familiaris
consortio,
73). Es vuestro deber proclamar con fuerza los argumentos de fe y de razón que
hablan del instituto del matrimonio, entendido como compromiso para la vida
entre un hombre y una mujer, abierto a la transmisión de la vida. Este mensaje
debería resonar ante las personas de hoy, ya que es esencialmente un “sí”
incondicional y sin reservas a la vida, un “sí” al amor y un “sí” a las
aspiraciones del corazón de nuestra común humanidad, a la vez que nos esforzamos
en realizar nuestro profundo deseo de intimidad con los demás y con el
Señor.
Entre
los signos contrarios al Evangelio de la vida que se pueden encontrar en
América, pero también en otras partes, hay uno que causa profunda vergüenza: el
abuso sexual de los menores. Muchos de vosotros me habéis hablado del enorme
dolor que vuestras comunidades han sufrido cuando hombres de Iglesia han
traicionado sus obligaciones y compromisos sacerdotales con semejante
comportamiento gravemente inmoral. Mientras tratáis de erradicar este mal
dondequiera que suceda, tenéis que sentiros apoyados por la oración del
Pueblo de Dios en todo el mundo. Justamente dais prioridad a las expresiones de
compasión y apoyo a las víctimas. Es una responsabilidad que os viene de Dios,
como Pastores, la de fajar las heridas causadas por cada violación de la
confianza, favorecer la curación, promover la reconciliación y acercaros con
afectuosa preocupación a cuantos han sido tan seriamente dañados.
La
respuesta a esta situación no ha sido fácil y, como ha indicado el Presidente de
vuestra Conferencia Episcopal, ha sido “tratada a veces de pésimo modo”. Ahora
que la dimensión y gravedad del problema se comprenden más claramente, habéis
podido adoptar medidas de recuperación y disciplinares más adecuadas, y promover
un ambiente seguro que ofrezca mayor protección a los jóvenes. Mientras se ha de
recordar que la inmensa mayoría de los sacerdotes y religiosos en América llevan
a cabo una excelente labor por llevar el mensaje liberador del Evangelio a las
personas confiadas a sus cuidados pastorales, es de vital importancia que los
sujetos vulnerables estén siempre protegidos de cuantos pudieran causarles
heridas. A este respecto, vuestros esfuerzos por aliviarlos y protegerlos están
dando no sólo gran fruto para quienes están directamente bajo vuestra cuidado
pastoral, sino también para toda la sociedad.
No
obstante, si queremos que las medidas y estrategias adoptadas por vosotros
alcancen su pleno objetivo, conviene que se apliquen en un contexto más amplio.
Los niños tienen derecho a crecer con una sana comprensión de la sexualidad y de
su justo papel en las relaciones humanas. A ellos se les debería evitar las
manifestaciones degradantes y la vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan
preponderante. Ellos tienen derecho a ser educados en los auténticos valores
morales basados en la dignidad de la persona humana. Esto nos lleva a considerar
la centralidad de la familia y la necesidad de promover el Evangelio de la vida.
¿Qué significa hablar de la protección de los niños cuando en tantas casas se
puede ver hoy la pornografía y la violencia a través de los medios de
comunicación ampliamente disponibles? Debemos reafirmar con urgencia los valores
que sostienen la sociedad, a fin de ofrecer a jóvenes y adultos una sólida
formación moral. Todos tienen un papel que desarrollar en este cometido, no sólo
los padres, los formadores religiosos, los profesores y los catequistas, sino
también la información y la industria del ocio. Ciertamente, cada miembro de la
sociedad puede contribuir a esta renovación moral y sacar beneficio de ello.
Cuidarse de verdad de los jóvenes y del futuro de nuestra civilización significa
reconocer nuestra responsabilidad de promover y vivir los auténticos valores
morales que hacen a la persona humana capaz de prosperar. Es vuestro deber de
pastores que tienen como modelo Cristo, el Buen Pastor, proclamar de modo
valiente y claro este mensaje y afrontar, por tanto, el pecado de abuso en el
contexto más vasto de los comportamientos sexuales. Además, al reconocer el
problema y al afrontarlo cuando sucede en un contexto eclesial, vosotros podéis
ofrecer una orientación a los demás, dado que esta plaga se encuentra no sólo en
vuestras Diócesis, sino también en cada sector de la sociedad. Esto exige una
respuesta firme y colectiva.
Los
sacerdotes necesitan también vuestra guía y cercanía durante este difícil
tiempo. Ellos han experimentado vergüenza por lo que ha ocurrido y muchos de
ellos se dan cuenta de que han perdido parte de aquella confianza que tenían una
vez. No son pocos los que experimentan una cercanía a Cristo en su Pasión, a la
vez que se esfuerzan por afrontar las consecuencias de esta crisis. El Obispo,
como padre, hermano y amigo de sus sacerdotes, puede ayudarlos a sacar fruto
espiritual de esta unión con Cristo, haciéndoles tomar conciencia de la
consoladora presencia del Señor en medio de sus sufrimientos, y animándolos a
caminar con el Señor por la senda de la esperanza (cf. Spe
salvi,
39). Como observaba el Papa Juan Pablo II, hace seis años, “debemos confiar en
que este tiempo de prueba lleve a la purificación de toda la comunidad
católica”, que conducirá “a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo y
a una Iglesia más santa” (Mensaje
a los Cardenales de Estados Unidos,
23 abril 2002, 4). Hay muchos signos de que, en el período siguiente, ha tenido
de veras lugar esta purificación. La constante presencia de Cristo en medio de
nuestros sufrimientos está transformando gradualmente nuestras tinieblas en luz:
cada cosa es renovada realmente en Cristo Jesús, nuestra esperanza.
En
este momento una parte vital de vuestra tarea es reforzar las relaciones con
vuestros sacerdotes, especialmente en aquellos casos en que ha surgido tensión
entre sacerdotes y Obispos como consecuencia de la crisis. Es importante que
sigáis demostrándoles vuestra preocupación, vuestro apoyo y vuestra guía con el
ejemplo. De esta modo los ayudaréis a encontrar al Dios vivo y los orientaréis
hacia aquella esperanza que transforma la existencia de la que habla el
Evangelio. Si vosotros mismos vivís de un modo que se configura íntimamente con
Cristo, el Buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas, animaréis a vuestros
hermanos sacerdotes a dedicarse de nuevo al servicio de la grey con la
generosidad que caracterizó a Cristo. En verdad, si queremos ir adelante es
preciso concentrarse más claramente en la imitación de Cristo con la santidad de
vida. Tenemos que redescubrir la alegría de vivir una existencia centrada en
Cristo, cultivando las virtudes y sumergiéndonos en la oración. Cuando los
fieles saben que su pastor es un hombre que reza y dedica la propia vida a su
servicio, corresponden con aquel calor y afecto que alimenta y sostiene la vida
de toda la comunidad.
El
tiempo pasado en la oración nunca es desperdiciado, por muy importantes que sean
los deberes que nos apremian por todas partes. La adoración de Cristo nuestro
Señor en el Santísimo Sacramento prolonga e intensifica aquella unión con Él que
se realiza mediante la
Celebración eucarística (cf. Sacramentum
caritatis,
66). La contemplación de los misterios del Rosario difunde toda su fuerza
salvadora conformándonos, uniéndonos y consagrándonos a Jesucristo (cf.
Rosarium
Virginis Mariae,
11.15). La fidelidad a la
Liturgia de las Horas asegura que todo nuestro día sea
santificado, recordándonos continuamente la necesidad de permanecer concentrados
en cumplir la obra de Dios, no obstante todas las urgencias o las distracciones
que pueden surgir ante las obligaciones que se han de cumplir. De esta manera,
la devoción nos ayuda a hablar y actuar in persona Christi, a enseñar,
gobernar y santificar a los fieles en el nombre de Jesús, llevando su
reconciliación, su curación y su amor a todos sus queridos hermanos y hermanas.
Esta radical configuración con Cristo Buen Pastor es el centro de nuestro
ministerio pastoral, y si través de la oración nos abrimos nosotros mismos
a la fuerza del Espíritu, Él nos concederá los dones que necesitamos para
cumplir nuestra enorme tarea, de modo que no nos preocupemos nunca “de cómo o
qué vamos a hablar” (cf. Mt 10,19).
Al
concluir este discurso dirigido a vosotros esta tarde, encomiendo de manera muy
particular a la
Iglesia que está en vuestro País a la materna solicitud y a la
intercesión de Maria Inmaculada, Patrona de Estados Unidos. Que ella, que llevó
en su propio seno la esperanza de todas las Naciones, interceda por el pueblo de
esta Nación, para que todos sean renovados en Cristo Jesús, su Hijo. Queridos
Hermanos Obispos, expreso a cada uno de vosotros aquí presente mi profunda
amistad y mi participación en vuestras preocupaciones pastorales. A todos
vosotros, al clero, a los religiosos y a los fieles laicos imparto cordialmente
la Bendición
Apostólica, prenda de alegría y paz en Cristo Resucitado.
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